Las mariposas abandonaron El Salvador


“A veces hacemos cosas por nuestros hijos que para el mundo parece una locura.”

Déjeme contarle de mi infancia.  Crecí en los alrededores de Soyapango, El Salvador, en una casa de cartón, lodo y láminas corrugadas en la cima de una montaña alrededor de la capital.

Cuando era una niña de cinco o seis años, me gustaba mucho jugar en los últimos días de octubre. Me gustaba bajar a los terrenos que no tenían casas todavía, llenos de monte y flores silvestres. Me fascinaba ver la llegada de las mariposas blancas en su migración por esos terrenos. Los días estaban llenos de brisa y dulzura, llenos de hermosos celajes al atardecer. Esos son días de gloria cuando estás pequeño y nada te preocupa.

Mis padres eran pipil y nahua-criollo. Aunque éramos pobres, mi corazón estaba feliz. Mis padres trabajaban duro para poderle dar de comer a sus diez hijos. Yo era la más chica. Aun cuando había poca comida, uno se siente tranquilo al estar con la familia reunida. Eran días hermosos, sí. Esa fue la última época que ví a toda mi familia junta.

Todo cambió de repente en mi país. Yo tenía tal vez once años cuando se desató la salvaje guerra civil que duró de 1979 a 1992.

“Para los años 80 comenzaron los secuestros y los asesinatos. Aquellas nubes de mariposas tuvieron la sabiduría de nunca regresar; quizás ellas sintieron en el fondo que también las podían exterminar en este lugar.”

Todo cambió. Así como las mariposas se fueron, los vecinos comenzaron a emigrar a lugares más seguros. Los que podían, empezaron a enviar a sus hijos con quien fuera que pudiera recibirlos en Guatemala, Costa Rica, México y muchos de ellos a Estados Unidos, incluso si era gente que apenas conocían.

Mi familia era demasiado pobre como para poder escapar. Una de mis hermanas mayores con mucho trabajo logró reunir el dinero y fue la primera en irse. Pude ver el dolor de mi madre al ver que su hija se iba.

En el transcurso de séptimo año en la escuela muchos de mis compañeros de entre 12 a 14 años años de edad comenzaron a irse por su propia cuenta. Tres de ellos, Luis, el Chino y Manfredo, se despidieron de nosotros y solos tomaron su propio camino. El gobierno mexicano los agarró y los regresó. Los tres muchachos tuvieron un año de vida más antes de que los grupos de exterminio de ambos lados—izquierda y derecha—los acusaran falsamente y los asesinaran. Todavía me pregunto si los agentes fronterizos mexicanos se dieron cuenta que dieron la orden de muerte cuando deportaron a mis amigos, unos jóvenes que no lograron cumplir los 17.

Mi familia comenzó a distanciarse cuando la guerra empezó a ponerse más cruda y algunos de mis hermanos y hermanas intentaron salirse de Soyapango. Algunos sobrevivieron, pero otros no. A la gente de clase media les dieron visas para salir, a Australia o a Canadá. La oportunidad siempre estaba reservada para quienes tenían más recursos. Con tanta corrupción que hay en el mundo, los niños sin recursos terminaron sin ninguna opción. Y yo, yo era la hija de una tortillera y un borracho.

En 1989, cuando el ejército salvadoreño bombardeó nuestro vecindario durante diez días, mi madre intentó protegerme con su cuerpo, y a la vez, yo intenté proteger a mi hija y a mis sobrinas.

“Si amas a tus hijos nada más importa, harás lo que sea para que tus hijos sobrevivan. “

Sobrevivimos solo con la ayuda de Dios. Yo creo que es porque tenemos un propósito, o al menos tenemos una voz para decirle a la gente cuál es la realidad.

La realidad en Centroamérica es así: es doloroso escuchar que tus hijos se despiden en la mañana porque no sabes si un ratero de sangre fría le quitará la vida al robarle el teléfono; o si alguien al robarle el bolso a tu hija le quitará la vida. En tu casa encontrarás una nota en la que te dicen que si tú y tu familia quieren seguir con vida debes pagarle a alguien lo que ganaste con trabajo durante todo un mes. La señora que vendía el pan en la esquina no pudo pagar y mataron a su hijo en frente de ella. Uno le tiene que pagar a las pandillas todo lo que gana para poder sobrevivir. Mientras tanto, los líderes duermen hasta tarde y por la noche, como perros, salen a ver qué devoran. Los gobiernos saben esto y lo permiten.

Póngase en los zapatos de los padres que, a base de mentiras, venden todo lo que tienen para que sus hijos puedan escapar. Por el gran amor que tienen abandonan a sus hijos a su suerte.

¿Cuáles son las mentiras? Durante años nos han dicho del sueño americano: que trabajando duro cualquiera puede salir adelante. Los coyotes nos dicen que una vez que nuestros hijos lleguen a los Estados Unidos estarán a salvo; que les darán documentos, si se entregan a Inmigración. Pero para enviar a tu hijo allá, hay que pagar entre $10,000 a $12,000—una suma enorme en El Salvador, Guatemala, y Honduras, donde se gana cinco dólares al día.

“Por favor, escúchame: no cierres tu corazón.”

Como los padres se han vuelto capaces de vender su alma al diablo para sacar a sus hijos de la violencia, no debes cerrar los ojos.  No pienses que nosotros, al huir de la violencia, somos un estorbo. Debemos ver al Ser Supremo en el rostro de la persona que esté enfrente.

Un día las mariposas no quisieron regresar a Soyapango y cambiaron su ruta. Prefirieron una mejor forma de vida y emigraron a otro lugar. Como seres humanos, tenemos mucho que aprender de ellas: tenemos que abrir los cielos para que nuestros hijos vuelen hacia la libertad.

 

La cronista Milagros Ramírez es una niñera indocumentada que vive en San Francisco y está escribiendo su autobiografía titulada Cuento de una Niñera: Creciendo en la Violencia de El Salvador. Ramírez está en busca de una casa editorial que publique su manuscrito.

Editora y traductora Rita E. Moran es instructora de ESL en la Universidad Comunitaria de San Francisco y es curadora de Maya Woman: The Helen Moran Collection (MujeresMayasEnArte.org)

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