Nunca darse por vencida


Mi vida comenzó en West Oakland. Lo primero que recuerdo es vivir con mi madre, Mamacita (abuela) y Papacito (abuelo). En ese entonces, mi padre estaba sirviendo en el extranjero.

Desde aquellos primeros días, aprendí español gracias a mis abuelos, especialmente, aprendí de Mamacita. Todos mis días los pasaba con ella hasta que cumplí cinco. Ella hablaba en español casi siempre.

Nos mudamos cuando yo tenía cuatro años. En ese tiempo, yo tenía dos hermanas y mi papá ya había regresado y conseguido trabajo. Ahora vivía más lejos en West Oakland, y mi mundo comenzó a expandirse cuando me enviaron a la escuela pública local, llamada McFeely.

En West Oakland, estábamos cerca de la familia de mi padre. Ahora tenía tías y tíos, y también pasaba tiempo con la abuela Sarah. La abuela Sarah sólo hablaba español, pero mis tíos y tías hablaban un 95% de inglés. Mis padres hablaban en inglés entre ellos y pronto comencé a perder la capacidad de hablar español.

Ahora, nuestra familia se dedicaba a darnos una buena educación. Mi madre terminó la escuela secundaria, pero mi papá dejó de estudiar en su segundo año. Como yo ya iba a empezar el primero grado, nos exigieron y nos motivaron para que asistiéramos a la escuela y aprendiéramos. Todo en inglés.

Debo mencionar que, a finales de 1940 y principios de 1950, se consideraba antiamericano hablar otro idioma que no fuera inglés. La gente discriminaba y maltrataba por completo a las personas que hablaban español.

“Hubo algunas veces que yo estaba con mi Mamacita cuando le faltaban al respeto. Lo ODIABA. Pude ver lo doloroso que fue para ella, y me dio mucha rabia.”

“No te entiendo, ¿qué no puedes hablar inglés? Estás en Estados Unidos”.

Y ella me decía: “Mírame, escucha y entenderás lo que te estoy diciendo”.

Mi abuela no soportó esa falta de respeto. Yo amo a mi cultura gracias a la maravillosa manera en que mis abuelos me enseñaron, la cocina y lo ingeniosa que era mi Mamacita. Ella dirigía una casa de huéspedes y preparaba lo que a la gente se le antojara. Tortillas hechas a mano, enchiladas, fideos, de todo.

Mi Papacito era un jardinero y un artesano creativo. Construyó un montón de increíbles y útiles cosas para usar en la casa. Su taller estaba siempre bien arreglado.

Tanto mis tíos como mis tías tenían trabajos fijos y trabajaban muy duro. Trabajaban en fábricas de enlatados, manejaban camiones, eran minoristas y oficinistas.

Además de esto, se reunían a jugar cartas, bailaban y hacían fiestas. También había días de campo y salidas con mis primos. En ese momento yo tenía cuatro hermanas y cinco primos. Éramos nuestros compañeros de juegos. Hacíamos travesuras, pero también ayudábamos a mi abuela Sarah con los mandados y demás.

De mis padres, aprendí que me merecía una educación. Nos enviaron a escuelas católicas y apoyaron nuestro aprendizaje.

Por desgracia, yo no era una gran estudiante, pero instintivamente me encantaba aprender. Por fortuna, tuve la oportunidad de ir a la universidad comunitaria en Laney, Oakland. Posteriormente, gracias a un programa Raza, apliqué y fui aceptada en la universidad de U.C. Berkeley.

Mi sueño de una educación se había hecho realidad. Me tomó varios años, pues yo ya tenía 30 años cuando me gradué. Más tarde, tuve la oportunidad de obtener mi maestría en la Universidad Estatal de San Francisco –fui la primera de mi familia en graduarse de la universidad.

Fue un largo camino lleno de batallas y conflictos, y de apoyo, alegría y amor de mi familia y de mi cultura, que me hicieron más fuerte y me ayudaron a seguir adelante.

 

La cronista Marcelina Delgadillo es una Chicana que nació y se crió en Oakland, la hija mayor de un familia activista. Actualmente dedica su tiempo a cuidar a niños/ancianos  y como cuentista.

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